Wednesday, October 9, 2013

Libertad

En una mañana pálida como cualquier otra, el familiar sonido que producían las pantuflas de Manuel al arrastrarse pesadamente por el suelo frío de la cocina la alertó, haciéndola apretar con firmeza sus dedos pulgares entre sus manos e hinchar su pecho en una fuerte y sonora inhalación, elementos característicos de los momentos en los que se llenaba de ánimo para enfrentar lo que pudiera ser una ardua tarea.
Permaneció inmóvil con la mirada clavada en la puerta del comedor, por la que eventualmente se asomó el cansado rostro de sus esposo, junto a su larga, ya descolorida, bata verde, sosteniendo en sus manos una taza del mas negro café que soportaban las ulceras que el estrés y el trabajo habían dejado en su historial médico.
Ambos guardaron silencio por lo que fueran casi treinta segundos. Mirándose. Sin mover un solo musculo. Sin el más simple rastro de emoción en sus caras. Llenando el ambiente con la tensión de sus pensamientos. Acechando cada uno en su mente al otro, a la espera del primer movimiento para desatar en un solo instante toda la verdad reprimida en su interior.
- Necesitamos hablar. – Dijo ella en con firmeza y dulzura, porque siempre había algo de ambigüedad en sus palabras.
El no pudo más que dejar escapar una pequeña pero sonora carcajada mientras caminaba hacia la mesa. 
- Siempre son malas noticias cuando la conversación comienza con esa frase. – Dijo él mientras se sentaba con lentitud y posaba su café sobre la mesa de vidrio.

Con el rostro indicando una clara repulsión, Liliana tomó asiento e inclino la cabeza con los ojos cerrados, mientras seguía llenándose de ánimos.
- ¿Ves? A eso es lo que me refiero con tu maldito aire de superioridad en cada cosa que dices. – Dijo ella con seriedad y sarcasmo.
Sin quitarle la mirada de los ojos, Manuel se llevó un sorbo de café a la boca:
- No necesitamos hablar. Tú necesitas decirme algo. Te escucho…
Liliana abrió los ojos y movió su cabeza de lado a lado en desaprobación. Tomo de nuevo ese aire pausado que recarga el ánimo y continuó:
- Creo que tenemos muchos problemas en nuestra relación. Que somos muy diferentes y eso nos ha distanciado cada vez más. Y que de un par de años para acá…
Manuel la interrumpió con una, esta vez larga pero casi inaudible, carcajada; ante la incredulidad de Liliana que optó por esperar a que la irónica risa tuviera su fin.
Antes que ella pudiera siquiera empezar a reprocharle su actitud, Manuel se levanto con prisa de la mesa, caminó hacia la cocina y se estiró por encima del platero para alcanzar un viejo tarro de galletas que reposaba detrás de unos trastes aún más viejos, de esos que han perdido su vida útil pero no su lugar en la cocina.
Volvió con el tarro de galletas bajo su brazo izquierdo, removió lentamente la tapa, y luego de arrojarla despreocupada y ruidosamente hacia la sala, se dispuso a buscar dentro del contenido hasta que asomó con la punta sus dedos un puñado de fotografías, cartas y hasta un par de servilletas, todas de ella y un tercero, cada una mas privada e insultante que la anterior. 
El silencio, esta vez mucho más prolongado y extremadamente más tenso, adornaba la fugacidad de la memoria de Liliana, que la llevaba, uno a uno, a todos esos instantes inmortalizados y materializados en forma de pruebas fehacientes de las verdaderas motivaciones de su planeada charla de la mañana.
Antes que ella pudiera siquiera empezar a dar su punto de vista, Manuel volvió a meter la mano en el tarro, y, dejándolo medio vacío, sacó un montón de papeles de lo que parecía ser una compañía de seguros y un sobre sellado, arrojándolos también encima de la mesa.
Liliana apartó por un momento el sobre con su mano derecha, y en medio de su confusión revisó velozmente la papelería, encontrando su nombre solitario en el apartado de beneficiarios y el de su esposo en la firma.
Había apenas empezado a contar los ceros del valor en los documentos, cuando retumbó por toda la casa el ruido abrumador de un disparo que le erizó toda la espalda, le dejó un fuerte pitido en los oídos y le petrificó los músculos del cuello.
No quería levantar la mirada porque su mente hacía bastante rato había comprendido la escena, y sabía que el cadáver de su esposo yacía en frente, muy probablemente contemplándola con sus ojos vacíos y sin vida. Sin embargo, la sangre que se extendía por el piso y remojaba la alfombra persa falsa que recibieron el día de su matrimonio, corroboró sus pensamientos mientras un grito desgarrador junto a una lágrima herviente se le escaparon mientras se cogía la cabeza con las manos y miraba a Manuel con incredulidad, con desconsuelo, incluso con algo de cariño.
Temblando, se arrodilló y gateó lentamente, sollozante, hacia el cuerpo, se posó en posición fetal entre las piernas de su esposo, extendidas en el suelo, mientras ubicaba la cabeza en su pecho y golpeaba con odio y amor sus brazos inertes, a medias como un reproche por sus actos, a medias con la intención inocente de que reviviera y todo fuera solo una horrible alucinación.
Con los ojos cerrados, en medio del estupor, quedo dormida en esa exacta posición.
Deben haber pasado horas hasta que la rigidez del pecho de Manuel la despertó, y lo primero que pudo apreciar fue el sobre aplastado entre su mano, donde lo único reconocible era la letra de sus esposo indicando que el contenido estaba dirigido a ella. 

Se puso de pié, más tranquila, sin dejar de temblar, y, como pudo, abrió el sobre, ahora ensangrentado, para encontrar una carta escrita a mano:
“Liliana:
No sé cuánto tiempo habrá pasado desde el día de hoy, en el que estoy seguro que estas con alguien más, y el instante en que, muy a mi pesar, hayas abierto este sobre; no sé cuanto más hayas querido seguir adelante con tu vida doble, cuánto tiempo hayas podido aguantar la insoportable ironía y el resentimiento de mis palabras, incapaces de reprochar tus actos, incapaces de poner fin a mi dolor y dar vía libre a tu felicidad.

De lo que estoy totalmente seguro es debes haber jugado tu mano para el escape, que ya debo haberte puesto al día de mis descubrimientos, que debo estar muerto y que debes estar manchada por mi sangre.

Lo único que queda por entregarte, ya que tuviste mi vida hasta el último momento, es la posibilidad tomar tu propia decisión: puedes usar  el dinero del seguro, seguir adelante con tu verdadera vida y satisfacción en compañía de quien te hace realmente feliz, o puedes, como yo, aceptar a cabalidad eso de que solo nuestra muerte nos podía separar.

En todo caso, ya tienes los papeles del seguro, el revólver solo tenía dos balas, y ahora eres totalmente libre de tomar esa decisión, con todo el peso que la libertad lleva consigo.”